HIJO DEL DRAGÓN - CAPITULO I
- Mr.Ghost
- 5 ago 2017
- 16 Min. de lectura
En algún lugar lejano del oriente, donde los desiertos se extendían a lo largo y ancho de la región, las corrientes de aire se escurrían entre los restos de un complejo de edificios abandonados, tallando y esculpiendo los muros de lo que había sido alguna vez la antigua ciudad de Ib. Una figura oscura y encapuchada atravesaba los desgastados escalones de una gigantesca construcción en medio del caparazón vacío que era la ciudad; un templo que no había recibido visitas en cientos de años.
El Señor Oscuro Erasmus deslizaba sus dedos a través de los grabados esculpidos en las piedras deterioradas de los muros en la entrada principal del templo.
Leyendo y buscando respuestas a sus preguntas.
La fachada exterior del templo en el que se encontraba se conformaba por una monumental cúpula que permanecía suspendida sobre una plataforma cuadrada hecha de sillares de piedra tallada y que se ubicaba justo en el centro de cuatro obeliscos distribuidos cardinalmente en cada esquina, los cuales representaban, según las viejas historias, las cuatro fases del ciclo de vida de los hombres: nacimiento, juventud, vejez y muerte.
<< Muerte>>, pensó la primera vez que leyó sobre el tema. Aquella era la palabra a una pregunta que ansiaba resolver desde hacía mucho tiempo. Con algo de suerte, aquel cadáver de piedra que era la cúpula, tendría alguna respuesta que ofrecer.
Hacia exactamente un año que habían sido forzados a abandonar sus tierras para aventurarse en el exilio, fuera de la vista de los Nobles y del Rey. Con solo diecisiete años, Erasmus y su hermana, Eradia, escaparon de las garras de sus enemigos antes de que pudieran someterlos a juicio. Sin embargo, la vida de exiliado había demostrado ser más dura que cualquier interrogatorio a manos de los agentes del Reino.
En medio de las ruinas, el joven Señor Oscuro intentaba traducir los pocos grabados que aún se mantenían legibles pese el transcurso del tiempo. Si bien tenia conocimientos sobre lenguas antiguas, era poco probable que algún secreto significativo estuviera oculto a plena vista. Si realmente esperaba encontrar algo de valor en aquel lugar, tendría que descender hasta lo más profundo de la oscuridad que envolvía aquel recinto olvidado.
Según las antiguas leyendas, los habitantes de Ib habían tenido fama de brujos y nigromantes, de los cuales se decía que habían descubierto el secreto para lograr la vida eterna. Sin embargo, esto no siempre fue así. Por generaciones, vivieron bajo un único y simple credo: que la muerte era el único propósito de la vida y que la vida misma era el único propósito de la muerte. La vida con la que los seres humanos caminan por este mundo solo era un préstamo otorgado por los dioses, a quienes se les debía retribuir en agradecimiento. Según su propia doctrina, solo la muerte podía pagar la vida, por lo cual, se esperaba que un día todos los hombres, en algún momento, tendrían que devolver el préstamo a los dioses.
Pero cualquiera que haya sido el resultado de sus investigaciones y brujerías murió con ellos el día en que la ciudad fue devastada. No por invasores externos sino por el peso de su propia arrogancia. Una herejía comenzó a sembrarse en el corazón de los pobladores, de la que se tiene registro como “La Gran Blasfemia”, donde muchos empezaron a cuestionarse sobre la naturaleza de la vida y el destino de la muerte. Estos desertores se negaban a pagar el préstamo de los dioses, diciendo que sus vidas eran suyas y solo suyas. Los que conservaban las viejas costumbres alegaban que no era posible tal cosa, puesto que el pago, sin importar cuanto juraran desconocer su deuda con los dioses, era inevitable. Fue ahí donde surgió un gran debate entre los eruditos de Ib, ¿acaso era posible extender el pago a los dioses? ¿Qué tal si fuese posible retrasar la muerte? ¿Acaso eso no probaría que eran los hombres los que tenían el verdadero control sobre sus vidas?
Si aquellas preguntas encontraron respuestas o no, la historia se encargó de desaparecerlas. Todo lo que quedaba de la antigua civilización había sido reducido completamente a cenizas.
La inmortalidad siempre había sido, desde que tenía memoria, una embriagadora obsesión para él. Morir no estaba dentro de sus planes, sino todo lo contrario. En sus pensamientos la muerte era la característica natural que debían padecer todos los seres inferiores, por lo cual, la aborrecía y la desafiaba en cada oportunidad que podía. Sabía que debía de existir una manera para eludirla a toda costa y romper con ese ciclo inevitable que era la mortalidad humana. Si llegaba a tener éxito, lograría alcanzar su destino, marcando una diferencia en la historia y encontrando un propósito a su existencia. Su vida se extendería por milenios, ocupando su lugar como el legítimo gobernante que pensaba que estaba destinado a ser.
La estructura interior del templo contaba con varios pasadizos laberínticos que hacían que fuese fácil perderse en aquel tenebroso lugar. Efectivamente, los antiguos ocupantes se aseguraron de que sus secretos no fueran fáciles de robar. Los símbolos tallados en la piedra arenosa narraban historias sobre como los hombres eran capaces de esconder sus almas en objetos sagrados como si fueran tesoros que les servirían en la próxima vida. Naturalmente, tales tesoros no fueron capaces de salvarlos de las catástrofes posteriores que se cernirían sobre su pueblo.
Según su cuaderno de notas, el cual tenía un modesto diagrama del templo hecho a mano, la cámara de los niveles inferiores había servido como centro de descanso sepulcral para los antiguos profetas de Ib, quienes no escatimaron en esfuerzos para que su morada fúnebre fuese digna de reyes, pues según los textos, ellos esperaban renacer como mariposas en su siguiente vida, cuando finalmente hubieran traspasado las puertas de la mortalidad para convertirse a sí mismos en dioses. Solo los pobres crédulos y adoradores de historias creían en aquellas supersticiones. Pero incluso el joven Erasmus, mientras descendía por aquellos polvorientos escalones de piedra hacia lo desconocido, se permitía concederle a aquellas leyendas el beneficio de la duda, solo para probar hasta que punto el mito se diferenciaba de la verdad.
En medio de esa desolada oscuridad, sacó de sus ropas un cilindro de color cobre con el que apuntó a la oscura cámara. Al apretar un gatillo metálico del cilindro, varios rayos de luz saltaron sobre todas las antorchas apagadas de la gran habitación. El iluminador portátil había cumplido con su propósito, toda la cámara funeraria estaba perfectamente visible para que pudiera comenzar a ponerse manos a la obra.
Al cabo de una hora, después de haber anotado todos los símbolos que le eran legibles en su cuaderno, su cuerpo empezaba a desgastarse por el cansancio. Se decía que el sol de Kemet era el más implacable de todos, puesto que era uno de los países más orientales de todo el Inframundo, y el único lugar donde los pobres incautos podían morir en medio del desierto si caían victimas del calor abrasador. Incluso al tener un techo sobre su cabeza, él podía sentir el calor filtrándose entre las paredes, haciendo el aire cada vez más denso a medida que profundizaba su búsqueda A simple vista no quedaba mucho de lo que había sido el antiguo santuario de descanso, los saqueadores de tumbas se habían llevado casi todo lo de valor material, dejando solo algunos manuscritos enrollados en lo que parecía ser la estantería de una gran biblioteca de piedra. Había toda clase de compendios que aun perduraban pese a su antigüedad. Erasmus se tomó su tiempo para identificar los que no estaban tan bañados por la gruesa capa de polvo y telaraña. El conocimiento que encerraban podrían guiarlo a su meta. A pesar de su facilidad para las lenguas, reconoció que traducir aquellos volúmenes amarillentos le tomaría mucho mas que un día entero.
Al ser una tierra poco desarrollada y llena de habitantes supersticiosos, Kemet también era un lugar perfecto para aquellos que se escondían y eran enemigos de la justicia. El país estaba conformado por varias ciudades-estado independientes que rivalizaban entre ellas o se agrupaban para compartir recursos. Erasmus y su hermana habían permanecido escondidos en la región de las Arenas Externas, donde el territorio y las luchas de poder se repartían entre gobernadores corruptos de ciudades poco civilizadas, contrabandistas de las fronteras y Señores del Crimen locales.
Sin dudas cualquier lugar era mejor que el Reino, donde serían juzgados por los crímenes de su casa si eran capturados por los Nobles. Pero Kemet era un lugar duro para un adolescente que había vivido una vida de comodidades desde su nacimiento. Aquí era muy fácil quedar hecho pedazos por una manada de depredadores o sencillamente toparse en el camino de algún insecto venenoso. Por primera vez se enfrentaba a la preservación de su propia supervivencia y al peligro inminente de su propia muerte. Tales ideas lo atemorizaban y a la vez lo mantenían alerta, le daban un propósito y un significado a sus acciones, obligándolo a permanecer enfocado en su máxima ambición: conquistar la muerte.
Mientras examinaba en detalle lo que parecían ser los sarcófagos de los profetas de Ib, una poderosa presencia lo tomó desprevenido y recorrió todo su cuerpo al mismo tiempo que las luces de las antorchas se apagaron por completo.
Debajo de la cámara funeraria de los niveles inferiores, podía sentir una fuerte corriente de energía fluyendo hacia él, como si un poder antiguo lo estuviera llamando.
ven
La corriente se sentía más fuerte mientras más permanecía ahí, pero no veía el punto exacto. Sin embargo, considero mejor guardar los libros y prepararse para comenzar a emprender su viaje de regreso a la superficie del templo.
Pero algo lo sujetaba a permanecer ahí.
Quédate
Estiró la mano hacia el piso de la cámara y sintió algo que le resultaba poderoso y familiar. Podía ver más allá del concreto, y penetrar más allá de lo profundo de la tierra, nada escapaba de su ojo. Había algo ahí y no era parte del templo, sino algo mucho más antiguo. Y estaba hambriento de vida.
Pero un Señor Oscuro no se asusta por algo que no puede ver, el Fuego Rojo es su aliado, y su odio es la única armadura que necesita. Si esta fuerza quería decirle algo, la sometería a su voluntad, como todo lo que se pusiera en su camino. Se sentó de rodillas en el frio piso de piedra y se dedicó a meditar, dejándose llevar como si estuviera a merced de un gran rio. Entre más trataba de entrar en conexión, mas podía sentir como su respiración se aceleraba. Sentía el latido de cada ser vivo a su alrededor, arañas, ratas, larvas y moscas. Sus poderes le permitían ver más allá de lo que le permitían sus ojos, pero la extraña fuerza que se escondía en lo profundo se esforzaba por evadirlo. Mientras su mente trataba de acorralar a su escurridiza presa, sintió otras presencias, mucho más cercanas a él. La sorpresa lo hizo perder la conexión con el ente que estaba rastreando y dio como resultado un deseo de descargar su ira furtiva sobre los que lo habían interrumpido.
En total eran diez, bandidos armados que pensaban podían adentrarse en aquella cripta abandonada para robarle y salir vivos en el intento. Sus presencias eran tan fétidas e insignificantes como ellos mismos. Sin moverse de su posición arrodillada, Erasmus los visibilizaba uno por uno: cinco en el tramo de las escaleras que daban a la superficie, tres escondidos en las sombras, esperando el momento adecuado, dos de ellos ya estaban a su espalda, pero solo uno le puso un cuchillo en su mejilla. Fue ahí cuando abrió sus ojos solo para ver el frio metal en contacto con su piel.
- Tu dinero o tu vida — le dijo en tono entrecortado. Había cierto nerviosismo en la forma en que le temblaba la mano mientras decía sus amenazas. — ¿estas sordo, idiota? Te dije…
-Ya te escuche — lo interrumpió sin cambiar de postura — baja el cuchillo o perderás tu brazo.
El hombre solo se dedicó a soltar una risa infantil poco antes de que Erasmus lo tomara desprevenido de su muñeca y le desprendiera el brazo con el que lo tenia amenazado. Para él resultaba tan fácil como arrancarle un pétalo a una flor, ya que aquellos que usan el poder del Fuego Rojo gozan de sus muchos dones, entre ellos, una fuerza suprahumana que hace que hasta los cuerpos de los guerreros mas fieros sean tan frágiles como el cristal.
El bandido se desplomó en el suelo gritando de dolor y tocándose temblorosamente el hombro, donde había estado su brazo. Ahora solo era una mosca a la que le faltaba un ala, indefensa y vulnerable, sin posibilidades de sobrevivir. Erasmus se incorporó lentamente, mientras el segundo bandido alternaba su mirada asustada entre Erasmus, quien aún tenía el brazo sin vida de su compañero en su mano y su antiguo dueño, quien permanecía languideciendo en la gran mancha roja que era el piso.
Lo único que podía hacer era levantar su espada como señal de que aquel monstruo no se le acercara.
-¿eres el líder de tu grupo? — le preguntó en tono calmado. Haciendo caso omiso de los gritos desesperados del hombre herido, levantó su brazo muerto como si fuera un garrote y le aplastó la cara de un solo golpe contra el piso. En un instante sus gritos desaparecieron junto con su vida.
El bandido lo miraba paralizado de miedo, como si no pudiera creer que alguien pudiera hacer algo así y estar tan tranquilo al mismo tiempo.
- N..no, yo…
- Entonces no me sirves.
Con un rápido movimiento de su cadera, giró rápidamente y le inserto una patada en su cuello con tanta presión sobre la tráquea que su cabeza se desprendió de sus hombros y chocó contra el lado derecho de la pared. Ni siquiera tubo necesidad de desenvainar su espada para deshacerse de dos insectos como esos.
Sin embargo, aún quedaban más elementos que requerían su atención.
- Dos de tus hombres acaban de morir. Si no quieres que el resto se les una, sal hacia donde pueda verte.
Tres hombres salieron detrás de la sombra de una columna caída que estaba al fondo de la cámara funeraria. Dos de ellos estaban fuertemente armados, mientras que el tercero, quien parecía ser el hombre al mando, solo tenía dos cuchillos amarrados a cada extremo de su cintura. Era un hombre alto de mirada arrogante, a pesar de tener un parche que le cubría el ojo derecho. Una horrible cicatriz le cubría el rostro desde su labio inferior hasta su nariz. Sintiéndose en completa ventaja al tener a dos guardaespaldas con él, el hombre se enguanto los puños a su cintura y escupió sobre el piso.
-¿Qué mierda eres?
El Señor Oscuro se quitó su capucha y dejo ver su rostro. Con solo verlo sabían que era un forastero en su tierra. A diferencia de los Kemitas, cuya genética les ha dado piel bronceada y cabello oscuro rizado, los que vienen de occidente se caracterizan por su piel blanca y tener el cabello de forma mas sedosa. Sin embargo, había algo en él que definitivamente no se veía en casi ningún lugar: ojos rojos. Aquel iris carmesí rodeado de una esclorotica completamente negra no era propio de ningún ser humano que se haya visto, al menos, no en Kemet.
Eran los ojos de alguien que había entragado su fe a la luz del Fuego Rojo de la Ira.
-Soy alguien lo suficientemente poderoso como para matarlos a los tres y luego seguir con los otro cinco que permanecen escondidos detrás de la escalera que da a la superficie. — respondió en tono calmado y amenazante, mirando al hombre de la cicatriz — puedes vivir y servirme o puedes morir aquí mismo con ellos. La decisión es tuya.
-Perder a esos dos inútiles no me impresiona. Veamos si eres tan poderoso como dices.
El hombre se llevó los dedos a la boca y emitió un silbido fuerte que fue escuchado por el resto de sus hombres, que no dudaron en bajar las escaleras para socorrer a su jefe, quien al verse en superioridad numérica le dedicó una sonrisa ladina.
-Me quitaste dos hombres ¿no es así? Lo justo sería que mis muchachos me entreguen tus dos manos.
-Si es que pueden acercarse.
A la primera señal del hombre, todos los bandidos desenvainaron sus espadas y se apresuraron para abalanzarse hacia el mismo objetivo. La espada de Erasmus era un arma fabricada en el Imperio, hecha a base de su propia sangre e impregnada con el poder del Fuego Rojo, por lo que podía atravesar cualquier material corriente que le hiciera frente, como el pobre acero de segunda que portaban aquellos infelices.
Aquella imagen era como visualizar una danza macabra de sangre y gritos que cubrían toda la habitación de piedra. Sin que lo supieran, los bandidos ya estaban muertos desde mucho antes de desenvainar, ya que Erasmus se podía mover a una velocidad anormalmente superior a la de sus rivales. Cortando todo a su paso y separando cabezas, brazos y piernas con suma facilidad, a los ojos del exterior solo se veía una lluvia de restos humanos golpeando contra las paredes o cayendo inertemente al suelo.
Al final solo quedaron dos: el hombre de la cicatriz y un guardaespaldas de estatura anormalmente grande armado con un martillo de guerra.
Sabiendo que los números ya no tenían relevancia, no fue difícil deducir que intentarían escapar, por lo que se aproximó a ellos de manera de que retrocedieran y quedaran contra la pared de la cámara. De ese modo, la única forma de salir a la superficie seria únicamente pasando por encima de él.
-¡espera! — se apresuró a decir el hombre de la cicatriz mientras sacaba algo de su bolsillo — primero mira esto.
Alzó de frente una especie de medalla de hierro que tenía grabado un sol partido. Era la insignia del más poderoso sindicato criminal en las Arenas Externas: El Gremio de Areneros.
El miedo del hombre se dejaba ver en el único ojo que le quedaba. De lo contrario no habría estado tan ansioso en querer negociar. Tiro los dos cuchillos que le colgaban al frente de su cinturón al piso como muestra de buena fe.
-Me llamo Makar y él es Gedd. No nos mates, solo seguimos órdenes— le hizo un gesto al hombre forzudo para que bajara su arma. — tenemos una carretilla llena de tesoros en la superficie. Son tuyos. Solo déjanos pasar y te los daremos.
Sin duda, su desesperación lo había tornado más estúpido de lo que realmente era, entre más alargadas eran las palabras de súplica de Makar , más se aproximaban junto a Erasmus, y más acercaba su mano al cuchillo que tenía en la parte atrás de su espalda.
En cuanto Makar saco su cuchillo oculto se lanzó encima de Erasmus pero este lo repelió rápidamente girando y acentandole una patada en el estómago que lo estampo al otro lado de la pared. Inmediatamente el hombre llamado Gedd aprovecho la oportunidad para intentar aplastar la cabeza del muchacho con su enorme martillo. Él tenia experiencia lidiando con hombres de fuerza bruta como aquel, siempre era lo mismo, el truco consistía en obligarlos a abanicar hasta que sus brazos se cansaran. El gigantesco hombre empezó no dejaba de intentar golpearlo, pero su presa se movia con mayor velocidad. Gedd era el segundo al mando, después de Makar, y un hombre extremadamente fuerte como un oso, dentro del Gremio se había ganado el apodo de “El Muro” debido a su altura descomunal, la cual se acentuaba cuando dibujaba una gran sombra sobre sus compañeros durante sus campañas. El Muro se había hecho fama de ser un hombre terriblemente despiadado durante el combate cuerpo a cuerpo, solo que estaba vez se enfrentaba a alguien que le doblaba en fuerza e inteligencia.
En su intento final por derribar a Erasmus, levanto su pesado martillo con todas sus fuerzas y dejo su abdomen al descubierto. El filo siniestro de la delgada espada traspaso su estómago hasta subir y reventarle la caja torácica. Su boca empezó a expedir sangre sin control de tal forma que se la tapó con las dos manos para mantenerla adentro pero la herida en su cuerpo ya le había hecho perder demasiada.
Al final cayó sobre el peso de sus rodillas y se desangró hasta morir. Sin ninguna dificultad, El Muro había caído.
Ahora solo hacía falta encargarse de aquel desdichado que yacía seminconsciente contra la pared y que había intentado matarlo a traición. Se tomaría su tiempo para eso.
Makar sabía todo en lo que respecta al saqueo, era un autentico veterano que había sobrevivido a varias expediciones durante su vida.. Durante años su gremio se había hecho del control de todas las rutas de comercio en las Arenas Externas, oprimiendo a los comerciantes y saqueando a quienes no pagaban el impuesto por la fuerza. Como todos los hijos sin hogar, Makar veía en el Gremio su oportunidad para ser alguien importante, alguien que no tendría que ver a los demás desde abajo y bajar la mirada.
Sin embargo, no era capaz de darse cuenta que no había tratado de robarle estaba robando a un pobre viajero desprevenido o a un comerciante. Había intentado robarle a Erasmus Rochester, uno de los últimos Señores Oscuros del Imperio. Y no estaba de buen humor.
Se agacho para tomarlo por el cuello y lo levanto por encima de él. Toda esa arrogancia y exceso de confianza que había mostrado al principio se estaba escapando de su cuerpo al igual que el aire de sus pulmones. Podía sentir su cuello frágil y sudoroso entre sus fríos dedos mientras lo apretaba más y más para desarmarlo.
—Dime ladrón, ¿te gustaría vivir?—le levanto la mirada mientras lo sujetaba.
— si….muchísimo—le respondió entrecortando su respiración. Sus manos ya habían dejado de resistirse— por…Por favor
Podía romperle el cuello ahí mismo y dárselo de comer a los depredadores que vagan por el desierto. Podía quitarle hasta el último aliento de vida como castigo por haber intentado robarle. Pero esa no era su naturaleza. Donde otros veían enemigos, el joven Erasmus veía utilidad y recursos a su disposición. Quitarle la vida a una sanguijuela como esa era un acto sin sentido o propósito para él.
— ¿Sabes a quien intentabas robar?—le pregunto sin dejar de mirarlo fijamente.
—Ahora lo sabes —le respondió poniendo su cara enfrente de él —déjame ver lo que ocultas. Esto no te dolerá…demasiado.
Al poner su dedo en la frente de Makar, vio lo que él había visto con sus ojos a lo largo de su vida. Un huérfano criado en la calles de Pergamo, sin nada en el bolsillo y lleno de hambre. Había conocido los barrotes de las correccionales desde muy joven, siempre arrestado por hurto o estafa. Vio a un niño que había perdido el ojo durante una pelea callejera. Más adelante en el tiempo veía a un adolescente apuñalando a un anciano para robarle una bolsa de monedas, aquella había sido su iniciación al Gremio de Areneros. Después en su madurez podía observar su vida dedicada a emboscar a los viajeros por los Arenas Externas, violar a sus mujeres y repartirse el botín con sus compañeros. Pero había algo más, algo que se esforzaba por ocultar a la vista del Señor Oscuro. Una mujer. Bella y frágil, con una hermosa melena escarlata que le llegaba a la cintura y hermosos ojos verdes. Él estaba sufriendo a causa de ella. Su amor era su debilidad. Algo con lo que Erasmus podía trabajar y usar en su beneficio.
<< Cuerpo frágil y corazón frágil. Demasiado útil como para desaprovechar la oportunidad.>>, pensó.
Makar se retorcía de dolor como si estuviera siendo hostigado por torturadores invisibles. La piel le ardía horriblemente y sentía como si miles de agujas perforaran sus huesos. Aquella sensación era el poder del Fuego Rojo de la Ira. Un poder tan siniestro que solo podía ser empleado por aquellos que tenían un control fuerte de su propio odio. Alguien como Erasmus Rochester.
—Interesante —dijo con frialdad en su voz.
Le retiro el dedo de la frente y le soltó el cuello. Cayó al suelo esforzándose por recuperar el aliento, demasiado débil como para atreverse a atacar. Solo permaneció arrodillado mientras aclaraba su garganta y mirando el suelo avergonzado por su derrota
.
— ¿Qué….que fue lo que me hiciste?—finalmente se dignó a preguntar sin quitar los ojos del suelo.
Erasmus no le respondió.
Al recobrar un poco más de aliento, levantó la mirada y vio a su alrededor: todos los hombres que habían entrado a la cámara con él yacían en el suelo reducidos a sangre y miembros amputados, completamente irreconocibles Ya no quedaban testigos que pudieran afirmar que Erasmus Rochester había estado en las ruinas de Ib. Excepto Makar.
En lugar de matarlo, sacó de su túnica unos cuantos Ortolans de Oro y los dejo caer a sus rodillas.
Makar parecía no entender lo que estaba pasando.
—Tu y yo tendremos una pequeña charla — exclamó el Señor Oscuro esbozando una mueca cruel en su sonrisa.

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